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Las partes del cuerpo humano que no tienen sentido práctico: el fascinante mundo de los vestigios de la evolución

Imagina que eres ingeniero y te informan de que la aerolínea para la que trabajas ha sido vendida a un nuevo jefe, que cambiará la forma en la trabajaréis todos. Cuando llega tu turno te encuentras con la sorpresa de que te piden trabajar a partir de los planos de un modelo de avión décadas obsoleto, pidiéndote que diseñes uno mejor a partir de él.

Esto ya pondría a prueba la paciencia del más dedicado, pero hay un colofón más para rematar: cada mínimo cambio que realices, sea cambiar una pieza o borrar una línea para ponerla de otro modo, ha de producir un diseño capaz de llevar a cabo un vuelo con éxito, sin más riesgo de accidente alguno. Seguramente cualquiera sometido a esto se tiraría de los pelos y acabaría de manicomio, pero realmente esto es lo que siempre ha hecho la evolución por selección natural.

Pasó de moda centrar el debate evolutivo en los creacionistas, o la educación biológica en saber cómo refutarlos, incluso la burla en general a estos. Probablemente fue por un motivo tan arbitrario como muchas otras modas: aunque el porcentaje baja ligeramente según las encuestas se repiten cada pocos años, un 38% de los estadounidenses siguen siendo creacionistas de la “Tierra joven”. Cerca de 120 millones de personas que afirman que el planeta en el que vivimos y todas sus especies fueron materializados por el creador hace poco menos de diez mil años. Aunque el porcentaje es menor en países europeos, nada indica que hayan dejado de ser una minoría notable, y en muchos países no cristianos la proporción es incluso mayor.

Una huella de los sufrimientos de nuestro ingeniero podría ser, por ejemplo, cómo va añadiendo partes de un motor de reacción manteniendo el más primitivo motor de turbohélice hasta que su invento pueda volar en el primero, momento en el que dejaría la turbohélice abandonada o se permitiría quitarle piezas de vez en cuando, sin llegar a hacerla desaparecer del todo. Esto correspondería a los rasgos vestigiales, una de muchas pruebas de la evolución que los creacionistas tienen problemas para explicar.

Sin embargo, la vestigialidad en humanos no son interesantes solo por curiosidad, o para la fácil tarea de refutar el creacionismo. Existe también una fetichización del “diseño” evolutivo, ilustrado con refranes como “la evolución es más lista que tú” citado por algunos investigadores a los que tal vez ayude la, en el otro extremo, admiración que nos ciega. En un ejemplo particularmente cómico leí describir al cuerpo humano como la máquina más perfecta del universo acompañado de una imagen de rutas metabólicas existentes en casi toda vida pluricelular, sin muchas otras no menos complejas, útiles y vitales que observamos las plantas.

Desde la física (con la reciente publicación de Lost in Math, que argumenta que la búsqueda de la belleza y elegancia matemática lleva a apoyar hipótesis sin evidencia) a las humanidades (donde es común pedir evitar el sesgo de romantización de las culturas pasadas) se tiene muy claro este riesgo, y creo que la biología ha de ser igual.

Así pues, contra ambas tendencias creo que si bien es fácil ponerse sádico con errores metabólicos y sus horribles enfermedades raras, es de más interés explorar los muchos rasgos vestigiales que quedan en humanos, desde los anecdóticos y que solo su escaso coste energético evitan que se pierdan a aquellos que todavía nos hacen bastante la puñeta.

Palmaris Longus
Algunos ejemplos no por ser poco famosos resultan difíciles de resaltar, como es el caso del palmaris longus. Tócate el pulgar con el meñique y dobla la muñeca hacia ti.

Si ves un bulto es que eres uno de los portadores de este músculo, ahora inútil, pero que en nuestros antepasados era útil para columpiarse por las ramas (o braquiación, en jerga). Podemos notar varias peculiaridades en este rasgo vestigial.

Primero, lleva mucho tiempo sin ser necesario para hacer vida normal y reproducirse: todo indica que todo el linaje africano de primates, incluyendo chimpancés y los más lejanos gorilas muestran una notable variabilidad en desarrollar o no este músculo. No es así con los orangutanes, sin embargo, y esto ya dio una pista de su función, al tener este grupo una vida mucho más arbórea. Los orangutanes, realmente, son solo semibraquiadores. Para ver un auténtico braquiador, tenéis este vídeo de un gibón:

Otra cosa destacable que observamos en este caso es que no solo parece dar igual su presencia o ausencia, sino que tanto en otros primates como en humanos observamos que éste puede estar duplicado o incluso triplicado.

Hoy en día su interés solo sale de un anecdótico en un contexto médico: se ha documentado la enorme variabilidad de su ausencia en poblaciones humanas (desde un 5% en chinos a un 65% de indios) principalmente por la posibilidad que representa tener su tejido tendonal como material para cirugía sin requerir un donante. Esta variabilidad geográfica es en sí un signo de ser neutral para la selección natural y siendo su frecuencia fruto del devenir de la deriva genética.