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Radiación cósmica: qué es, de dónde procede y qué nos protege de ella

La radiación cósmica baña nuestro sistema solar, y por tanto también nuestro planeta, desde el mismo momento en el que se formó a partir de una gigantesca nube de gas y polvo hace algo más de 4500 millones de años. Durante la mayor parte de nuestra historia no hemos sido conscientes de su existencia, por lo que para dar con el primer científico que nos habló de la presencia de una forma de radiación que debía de proceder del espacio exterior debemos remontarnos a 1912.

El físico austríaco Victor Franz Hess fue el primero que identificó la procedencia de una forma de radiación cuya intensidad se incrementa con la altitud y su abundancia varía con la latitud. Para llevar a cabo sus experimentos utilizó globos sonda en cuyo interior introdujo dispositivos de medida diseñados expresamente para medir la radiación presente en la atmósfera.

Sus valiosos hallazgos científicos fueron recompensados con varios galardones, entre los que se encuentra el Premio Nobel de Física, que compartió con el físico estadounidense Carl David Anderson en 1936. Muchos otros científicos continuaron las investigaciones de Hess, y gracias a todos ellos hoy conocemos un poco mejor una forma de radiación que transporta hasta nuestro planeta información muy valiosa acerca del universo al que pertenecemos.

Los rayos cósmicos están hechos de lo mismo que nosotros
La radiación cósmica está constituida por núcleos atómicos ionizados de alta energía que se desplazan por el espacio a una velocidad muy cercana a la de la luz (que es aproximadamente de 300 000 km/s). Que estén ionizados nos indica que han adquirido carga eléctrica debido a que han sido despojados de sus electrones, pero, curiosamente, estos núcleos atómicos están hechos de la misma materia que nos constituye a nosotros y todo lo que nos rodea, una cualidad que, como veremos más adelante, revela su procedencia.

Una de las características más importantes de la radiación cósmica es su esencialmente perfecta isotropía
Sin embargo, y aquí llega la primera sorpresa, los núcleos atómicos que constituyen los rayos cósmicos se distribuyen de una manera diferente a la materia que nos da forma a nosotros. El hidrógeno y el helio son mucho más abundantes en nuestro sistema solar que en los rayos cósmicos, mientras que otros elementos más pesados, como el litio, el berilio o el boro, son diez mil veces más abundantes en la radiación cósmica.

Una de las características más importantes de la radiación cósmica es su esencialmente perfecta isotropía. Este parámetro refleja que los rayos llegan de todas direcciones con la misma frecuencia, lo que nos indica que deben coexistir simultáneamente numerosas fuentes capaces de generarlos. Y esto nos invita a plantearnos una pregunta más: de dónde procede la radiación cósmica.

La radiación cósmica viene, al igual que nosotros, de las estrellas
Los rayos cósmicos no son una consecuencia directa del Big Bang. Durante los primeros estadios de la formación del universo, que arrancó hace aproximadamente 13 800 millones de años, apenas se produjeron núcleos más pesados que el hidrógeno y el helio. Estos eran los más abundantes, y solo los acompañaron pequeñas cantidades de litio y berilio, una distribución que no encaja, como hemos visto, con la que tienen los núcleos que conforman los rayos cósmicos.

Una parte importante de la radiación que impregna la atmósfera de nuestro planeta procede del sol, que, como todos sabemos, es la estrella más cercana. Sin embargo, no es en absoluto la única fuente de radiación externa que llega a la Tierra. Buena parte de los rayos cósmicos que recibimos proceden de fuera de nuestro sistema solar. De otras estrellas. Y viajan a través del espacio con una enorme energía hasta impactar con los átomos presentes en las capas superiores de la atmósfera de nuestro planeta.

Los elementos químicos de los que está constituida la materia ordinaria, y, por tanto, también nosotros mismos, se sintetizan en el núcleo de las estrellas. Si os apetece conocer con precisión cómo se lleva a cabo este proceso podéis consultar el artículo que dedicamos a la vida de la estrellas, pero ahora nos basta recordar que alrededor del 70% de su masa es hidrógeno, entre el 24 y el 26% es helio, y el 4 al 6% restante es una combinación de elementos químicos más pesados que el helio.

La nube de polvo y gas a partir de la que por contracción gravitacional se va formando una estrella va incrementando su temperatura hasta que llega el instante en el que se enciende el horno nuclear y comienzan a tener lugar en su núcleo las primeras reacciones de fusión nuclear. Este proceso es el que permite a la estrella emitir energía y producir elementos más pesados que el hidrógeno y el helio. A medida que la estrella va consumiendo su combustible se va reajustando con el propósito de mantener el equilibrio hidrostático.

A medida que las estrellas van consumiendo su combustible se van reajustando con el propósito de mantener el equilibrio hidrostático
Esta característica permite a la estrella mantenerse estable durante la mayor parte de su vida activa debido a que la contracción gravitacional, que «tira» de la materia de la estrella hacia dentro, hacia su interior, se ve compensada por la presión de los gases y la presión de la radiación emitida por la estrella, que «tiran» de la materia hacia fuera. Sin embargo, el combustible de las estrellas no es eterno.

Las más masivas van progresivamente quemando su hidrógeno, luego el helio, el carbono y así sucesivamente, produciendo elementos cada vez más pesados en su interior. Los elementos más ligeros se «fabrican» en las capas más externas, y los más pesados en las capas interiores. Pero si la estrella es lo suficientemente masiva llegará un momento en que el núcleo interior, la capa más profunda de la estrella, estará constituido por hierro. Y con este elemento químico sucede algo muy interesante: de él no puede extraerse más energía mediante fusión nuclear.

Cuando se detiene la producción de energía en el núcleo de la estrella la presión de radiación, que intenta que la estrella se expanda, no es capaz de contrarrestar la contracción gravitacional, que intenta que la estrella se comprima, por lo que el núcleo de hierro se ve obligado a soportar el peso de todas las capas de la estrella que tiene por encima.

Esa presión es descomunal, y, dado que la estrella ha perdido el equilibrio, el núcleo se contrae de forma súbita, provocando que las demás capas de material caigan bruscamente sobre él, rebotando con una violencia extrema y saliendo despedidas hacia el medio estelar con una velocidad muy alta. Estamos ante una supernova. La energía liberada en estas enormes explosiones es tal que consiguen brillar durante unos segundos más que toda la galaxia de la que forman parte.

Los astrofísicos están convencidos de que aproximadamente durante unos 20 segundos la temperatura en el núcleo de la estrella es altísima, de unos 30 MeV, y su densidad también es descomunal, de unos 10^12 g/cm3, lo que provoca que los protones reaccionen con los electrones dando lugar a la producción de neutrones y neutrinos, que consiguen escapar e incrementar la temperatura de la región alojada detrás de la onda de choque de la supernova.

Durante este fenómeno la estrella expulsa hacia el espacio y en todas direcciones una cantidad enorme de núcleos de todo tipo, que, además, tienen una energía cinética gigantesca. Esto les permite desplazarse a una velocidad altísima y arrastrar a su paso los núcleos y las moléculas que encuentran en su camino. Precisamente es durante esa interacción cuando los núcleos medianos producidos en el interior de las estrellas y acelerados por las supernovas se rompen en núcleos más ligeros de litio, berilio y boro como consecuencia de su colisión con la materia interestelar.

La Tierra nos protege con eficacia de la radiación cósmica
Nuestro planeta cuenta con dos escudos muy valiosos que nos protegen tanto de la radiación solar como de la radiación cósmica que procede de más allá de la frontera de nuestro sistema solar: la atmósfera y el campo magnético terrestre. Este último se extiende desde el núcleo de la Tierra hasta más allá de la ionosfera, dando forma a una región conocida como magnetosfera capaz de desviar las partículas con carga eléctrica hacia los polos magnéticos del planeta. Este es el mecanismo que nos protege en gran medida tanto del viento solar como de los rayos cósmicos.

No obstante, esto no impide que algunos núcleos de alta energía choquen con las moléculas presentes en las capas más externas de la atmósfera, dando lugar a una lluvia de partículas menos energéticas y potencialmente menos peligrosas que ocasionalmente pueden llegar hasta la corteza terrestre. Esta es la razón por la que la atmósfera también ejerce un importantísimo efecto protector. Afortunadamente, como nos explica el físico Javier Santaolalla, la colisión de estas partículas en la atmósfera es constante, pero no tenemos por qué preocuparnos.